LA GUERRA NO ES VUESTRA SINO DE DIOS
Hubo un rey de Judá, llamado
Josafat, que gobernó con temor de Dios. Se le elogia por muchas obras santas,
como, por ejemplo, cuando se dice en la Escritura que “barrió de la tierra el resto de los afeminados que habían quedado en el
tiempo de su padre Asá” (3 Rey. 22, 47).
En cierta ocasión el Reino de
Judá se vio gravemente amenazado por una alianza poderosa de las naciones
vecinas, humanamente imposible de vencer. El Rey Josafat, muy angustiado,
suplicó el auxilio divino delante de todo el pueblo. Al finalizar su oración,
un profeta llamado Jahaziel, se levantó y dijo: “Oíd, Judá toda, y vosotros moradores de Jerusalén, y tú, rey Josafat.
El Señor os dice: no temáis ni os amedrentéis delante de esta tan gran
multitud; porque la guerra no es vuestra
sino de Dios. No temáis ni desmayéis; marchad contra ellos porque el Señor
está con vosotros” (2 Cron. 20 15, 17). Lleno de valor, de confianza en
Dios, y despreciando los medios puramente humanos, marchó el rey a la cabeza de
su pequeño ejército en contra de los poderosos enemigos, y éstos fueron
aplastados por obra de Dios. No era suya
la guerra sino de Dios.
LA ORDEN DE BATALLA DE CRISTO
En el Evangelio de
hoy, fiesta de la Sma. Trinidad, nos dice N. Señor: "Id y enseñad a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo:
enseñándoles a observar todas las cosas que os he mandado: y mirad que estoy
con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos".
Dado que el diablo se
opone siempre a la extensión del Reino de Dios, con esas palabras Cristo nos ha dado una verdadera orden de
batalla, pues ir a conquistar para Él a todas las gentes, implica marchar
contra todos los demonios y sus ejércitos humanos. Por eso la Iglesia de los
vivos se llama “militante”, es decir, combatiente, y San Eusebio, comentando
este Evangelio, dice que N. Señor, haciéndonos ejército del Reino de los
Cielos, nos dispuso para la pelea contra los enemigos.
San Juan Crisóstomo
señala que Cristo vino a dar inicio a la guerra católica y que por eso
manifestó desde un comienzo la clase de combate que habíamos de sostener, más
terrible que toda guerra civil. Y, por su parte, San Jerónimo dice sobre este
Evangelio, que N. Señor, al prometer estar con nosotros, sus discípulos, hasta
el fin de los tiempos, indica que venceremos
siempre.
Si la guerra es de
Dios y no es nuestra, no debemos buscar,
al librarla, socorros humanos, sino que debemos adherirnos por entero a la
fe. Cuanto menos busquemos los apoyos terrenos -dice San Ambrosio- más
encontraremos los auxilios divinos.
VATICANO II: LA PAZ DE DIABLO
Pues bien, luego de casi veinte siglos de guerra, de resistencia de la Iglesia
entre duros combates, finalmente vino el demonio con su obra maestra, el
Concilio Vaticano II, a convertir en letra muerta la orden de batalla de Cristo:
el liberalismo, bautizado en el concilio, acabó con la guerra: se firmó por fin
la paz con el demonio, el mundo y la carne.
Si hay derecho a no ser
católicos, a la libertad religiosa y de conciencia, como enseñan los masones y
los documentos conciliares; si fuera de la Iglesia hay salvación, si no hay
infierno o está vacío, como pretenden los modernistas; ¿para qué ir a bautizar
y a evangelizar? ¿Para qué ir a combatir? Mejor ir a dialogar para subsanar los
meros malos entendidos que impiden el logro de la paz mundial, de esa unidad de
los hombres no fundada en Cristo, que es el nuevo fin de la Iglesia, según los
liberales y los herejes modernistas. El
santo espíritu misionero ha sido destruido por el concilio, y su lugar ha
sido usurpado por el diálogo ecuménico que no es otra cosa que la continuación
de aquel diálogo catastrófico entre Eva y la serpiente.
SE DERRUMBA DESDE DENTRO EL ÚLTIMO BASTIÓN
Contra este engaño diabólico se
levantó nuestro fundador, Mons. Lefebvre, pero 40 años después vemos que la congregación que luchaba
gloriosamente contra el liberalismo, está abandonando gradualmente la
trinchera, está dejando paulatinamente de combatir y está mendigando migajas a
la secta conciliar. Perdida la esperanza en la conversión de Roma por el
poder divino -cosa que parece imposible a los que han dejado de confiar
enteramente en Dios- y olvidando que esta guerra no es de los hombres sino de
Dios; se busca un auxilio humano, una alianza adúltera con los liberales
moderados, la ayuda de unos supuestos “nuevos amigos en Roma” (Cor Unum 101),
se pretende un acuerdo de paz con el enemigo (estuvo a punto de firmarse el año
pasado), se piensa que estando en la estructura oficial, convertiremos a los
modernistas y restauraremos la Iglesia. Pero todo esto no es más que una
horrorosa ilusión, y esta ilusión está haciendo bajar los brazos a los que
combatían valerosamente por Cristo: “¿No
se ven ya en la Fraternidad los síntomas de esa disminución en la confesión de
la Fe?”, decían los tres Obispos al Consejo General en su carta de 7 de
abril del año pasado. El combate disminuye, el dialogo aumenta. Pero el
conciliador termina “conciliar”.
NO HE VENIDO A TRAER PAZ SINO ESPADA
Contra esos sueños
pacifistas tan característicos de los liberales, están las palabras eternas de
Cristo: “No he venido a traer paz sino
espada [o división]” (Mt. 10, 34; Lc. 12, 51). Una es la paz del mundo; otra es la paz de Cristo. "La paz os dejo, mi paz os doy; no
como el mundo la da, Yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga
miedo" (Jn. 14, 27).
Hay una paz buena y
hay una paz mala. Y hay una división buena y una división mala. La paz según el
mundo es la unión de los hombres para bien o para mal, “la paz de Cristo es la unión que
Él establece entre el cielo y la tierra por su Cruz (Col. 1)”, dice San Cirilo citando a San Pablo, y agrega que es
mala la paz cuando separa del amor divino. Y San Juan Crisóstomo, hablando de
la buena espada o división, dice que el médico, a fin de conservar el resto del
cuerpo, corta lo que tiene por incurable. Y agrega que una división buena
terminó con la mala paz que había en la torre de Babel y que San Pablo, a su
vez, dividió a todos los que se habían unido contra él (Hch. 23), porque no
siempre la concordia es buena y los ladrones también se unen [para delinquir].
Estimados fieles: el humo de
Satanás, el liberalismo, ha entrado a la Tradición por una grieta abierta desde
dentro. Por eso ahora se busca una paz
que no es de Cristo. En lo que a nosotros respecta, sepamos vivir y morir
en la trinchera, porque no es nuestra
esta guerra sino de Dios.
DIOS HA DECLARADO LA GUERRA
De Dios, y tanto así que es la única guerra declarada por Dios. En
efecto, enseña san Luis María Grignion de Montfort en su “Tratado de la
Verdadera Devoción”, que “Dios no ha
hecho ni formado nunca más que una sola enemistad -y enemistad irreconciliable-, que durará y aumentará hasta el fin; y es
entre María y el diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y
los hijos y secuaces de Lucifer”. Y dijo Dios: «Yo pondré enemistades entre ti
y la mujer y entre tu descendencia y la suya» (Gen. 3, 15)”. Ahí está la declaración de guerra. Es Dios
el que ha declarado la guerra. Es su guerra, no es nuestra. Nuestro deber es
combatir sin pretender poner fin a esa guerra. No tenemos derecho a pactar la paz. No, no tenemos derecho a rendirnos.
Tenemos el deber de pelear. “A los
soldados toca combatir y a Dios dar la victoria”, decía Santa Juana de
Arco.
Siendo así, ningún hombre debe
pretender hacer una tregua con los liberales enemigos de Cristo, ni negociar un
acuerdo de paz con los destructores de la Iglesia, ni aceptar una paz decretada
por los que -en cuanto herejes modernistas- son soldados del diablo. Eso tiene un nombre: traición. Y el que
busque o esté dispuesto a aceptar esa paz tiene también un nombre:
traidor.
Que por la intercesión de nuestra
Madre, la Santísima Virgen María, Dios nos conceda seguir las huellas de todos
los mártires y de todos los santos, y recibir del Cielo la férrea resolución de
combatir hasta el final y la gracia de morir antes que traicionar.
“Os dice el
Señor: no temáis ni os amedrentéis delante de esta tan gran multitud; porque la
guerra no es vuestra sino de Dios”