El
pasado domingo 12 de mayo se celebró la Santa Misa presidida por el papa
Francisco I en la Plaza de San Pedro para la canonización de los 813 mártires
de Otranto, de Laura de Santa Catalina de Siena Montoya y Upegui, virgen,
fundadora de la Congregación de las religiosas misioneras de la Bienaventurada
Virgen María Inmaculada y de Santa Catalina de Siena, y de María Guadalupe
García Zavala, cofundadora de la Congregación de las Siervas de Santa Margarita
María y de los Pobres.
En
el siglo XVI Otranto fue asediada por los turcos y, después de una larga
batalla, cayó bajo el dominio otomano. El comandante de los turcos, bajá Gedik
Ahmed, ordenó que todos los hombres sobrevivientes, desde los 15 años para
arriba, fuesen obligados a renegar de la fe católica. Antonio Primaldo, un
zapatero en nombre de todos los cristianos prisioneros declaró que ninguno de
ellos se convertiría. “Ellos consideraban a Jesucristo como Hijo de Dios y
querían mil veces morir antes que renegar de Él y hacerse musulmanes”. Frente a
esta respuesta, el bajá Ahmed condenó a muerte a los 800 prisioneros.
El
14 de diciembre de 1771 fue emanado el decreto de confirmación del culto “ab
immemorabili” tributado a los mártires. En 1988 fue nombrada por el entonces
arzobispo de Otranto la comisión histórica para investigar sobre el
acontecimiento y en 1991-1993 se realizó la investigación diocesana, reconocida
válida por la Congregación para las Causas de los Santos con decreto del 27 de
mayo de 1994. El 6 de julio de 2007 Benedicto XVI aprobó el decreto con el que
se reconocía que los Beatos Antonio Primaldo y compañeros habían sido
asesinados por su fidelidad a Cristo.
En
su homilía,
Francisco I omitió cualquier referencia al Islam, la falsa religión que se
pretendió imponer a los mártires de Otranto y que ellos rechazaron en aras de
su fidelidad a Jesucristo. No fueron, simplemente, víctimas de la “violencia” sino
de un conflicto de extraordinaria actualidad -entre Islam y cristianismo- en el
que ellos sacrificaron la vida terrenal, ganando la eterna con su martirio.
Es
lo que muestra en el relato que sigue – aparecido el 14 de julio de 2007 en “Il
Foglio” – Alfredo
Mantovano, jurista católico, senador de la república y
coterráneo de aquellos mártires, nacido en el sur de Puglia, la región de
Otranto:
“Dispuestos
a morir mil veces por Él…” por Alfredo Mantovano, jurista católico, senador de
la república y coterráneo de aquellos mártires
Antonio
Primaldo es el único del que ha sido trasmitido el nombre. Los otros compañeros
suyos de martirio son ochocientos desconocidos pescadores, artesanos, pastores
y agricultores de una pequeña ciudad, cuya sangre, hace cinco siglos, fue
esparcida sólo porque eran cristianos.
Ochocientos
hombres, los cuales sufrieron al momento, hace cinco siglos, el trato reservado
en el 2004 al americano Nick Berg, capturado por terroristas islámicos en Irak
mientras realizaba su trabajo de técnico de antenas y asesinado al grito de
“¡Alá es grande!”.
Su
verdugo, después de haberle cortado la yugular, pasó la hoja en torno al
cuello, hasta arrancarle la cabeza, y la mostró como un trofeo. Exactamente como
hizo en 1480 el verdugo otomano con cada uno de los ochocientos de Otranto.
La
ejecución en masa tiene un prólogo, el 29 de julio de 1480. Son las primeras
horas de la mañana: desde las murallas de Otranto comienza a distinguirse en el
horizonte haciéndose cada vez más visible una flota compuesta de 90 galeras, 15
mahonas y 48 galeotas, con 18 mil soldados a bordo.
La
armada es guiada por el bajá Agometh; quien está a las órdenes de Mahoma II,
llamado Fatih, el Conquistador, o sea el sultán que en 1451, apenas a los 21
años, había ascendido a jefe de la tribu de los otomanos, que a su vez se había
impuesto sobre el mosaico de los emiratos islámicos un siglo y medio antes.
En
1453, guiando un ejército de 260 mil turcos, Mahoma II había conquistado
Bizancio, la “segunda Roma”, y desde ese momento cultivaba el proyecto de
expugnar la “primera Roma”, la Roma verdadera, y de transformar la basílica de
San Pedro en establo para sus caballos.
En
junio del 1480 juzga maduro el tiempo para completar la obra: quita el asedio a
Rodi, defendida con coraje por sus caballeros, y dirige la flota hacia el mar
Adriático.
La
intención es tocar tierra en Brindisi, cuyo puerto es amplio y cómodo: desde
Brindisi proyecta ascender por Italia hasta alcanzar la sede del papado.
Pero
un fuerte viento contrario obliga las naves a tocar tierra 50 millas más al
sur, y a desembarcar en una localidad llamada Roca, a algunos kilómetros de
Otranto.
Otranto
era – y es – la ciudad más oriental de Italia. La importancia de su puerto la
había hecho asumir el rol de puente entre oriente y occidente, consolidado en
el plano cultural y político por la presencia de un importante monasterio de
monjes basilianos, el de san Nicola en Casole, del que hoy restan un par de
columnas en el camino que conduce a Leuca.
En
su espléndida iglesia catedral, construida entre el 1080 y 1088, el 1095 fue
impartida la bendición a doce mil cruzados que, bajo el comando del príncipe
Boemondo I de Altavilla, partieron para liberar y para proteger el Santo
Sepulcro de Jerusalén.
De
regreso de Tierra Santa, precisamente en Otranto, San Francisco de Asís tocó
puerto en 1219, recibido con grandes honores.
Cuando
desembarcaron los otomanos, la ciudad pudo contar con una guarnición de sólo
400 hombres armados, y para esto los capitanes de la guarnición se apresuraron
a pedir ayuda al rey de Nápoles, Ferrante de Aragón, enviándole una misiva.
Circundado
por el asedio, el castillo, dentro de cuyas murallas se habían refugiado todos
los habitantes del barrio, el bajá Agometh, a través de un mensajero, propone
que se rindan con condiciones ventajosas: si no resisten, los hombres y las
mujeres serán dejados libres y no recibirán ninguna injuria. La respuesta llega
de uno de los notables de la ciudad, Ladislao De Marco: hace saber que si los
asediantes quieren Otranto deberán tomarla con las armas.
Al
embajador se le ordena no regresar más, y cuando llega el segundo mensajero con
la misma propuesta de que se rindan, es atravesado por las flechas.
Para
despejar toda equivocación, los capitanes toman las llaves de las puertas de la
ciudad y en modo visible, desde una torre, las lanzan al mar, en presencia del
pueblo.
Durante
la noche, buena parte de los soldados de la guarnición se descuelga de los
muros de la ciudad con sogas y escapa. Para defender Otranto quedan sólo sus
habitantes.
El
asedio que sigue es un martilleo: las bombardas turcas derriban la ciudad,
centenares de gruesas piedras (muchas son todavía hoy visibles por las calles
del centro histórico de la ciudad).
Después
de quince días, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos concentran el fuego
contra uno de los puntos más débiles de las murallas, abren una brecha,
irrumpen en las calles, masacran a quien se le ponga a tiro, llegan a la
catedral, en la cual muchos se han refugiado.
Derriban
la puerta y se esparcen en el templo, alcanzan al arzobispo Stefano, que estaba
con los atuendos pontificales y con el crucifijo en mano.
A
ser intimado de no nombrar más a Cristo, ya que desde aquel momento mandaba
Mahoma, el arzobispo responde exhortando a los asaltantes a la conversión, y
por esto se le corta la cabeza con una cimitarra.
El
13 de agosto Agometh pide y obtiene la lista de los habitantes capturados,
exceptuando a las mujeres y los muchachos menores de 15 años.
Así
lo cuenta Saverio de Marco en la “Compendiosa historia de los ochocientos
mártires de Otranto” publicada en el 1905:
“En número de cerca ochocientos
fueron presentados al bajá que tenía a su lado a un cura miserable, nativo de
Calabria, de nombre Giovanni, apostata de la fe. Este empleó su satánica
elocuencia con el fin de persuadir a los cristianos que, abandonando a Cristo
abrasaran el islamismo, seguros de que la buena gracia de Agometh, quien los
habría dejado con vida, con el sostenimiento y todos los bienes de los que
gozaban en la patria; en caso contrario serían todos asesinados. Entre aquellos
héroes hubo uno de nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, avanzado de
edad, pero lleno de religión y de fervor. Este respondió a nombre de todos:
“Todos queremos creer en Jesucristo, Hijo de Dios, y estar dispuestos a morir
mil veces por Él’”.
Agrega
el primero de los cronistas, Giovanni Michele Laggetto, en la “Historia de la
guerra de Otranto del 1480” transcrita de un antiguo manuscrito y publicada en
1924:
“Y volteándose a los cristianos
Primaldo dijo estas palabras: ‘Hermanos míos, hasta hoy hemos combatido en
defensa de nuestra patria y para salvar la vida y por nuestros gobernantes
terrenos; ahora es tiempo de que combatamos para salvar nuestras almas para el
Señor, el cual habiendo muerto por nosotros en la cruz conviene que muramos
nosotros por Él, permaneciendo seguros y constantes en la fe, y con esta muerte
terrena ganaremos la vida eterna y la gloria del martirio’. A estas palabras
comenzaron a gritar todos a una sola voz con mucho fervor que querían mil veces
morir con cualquier tipo de muerte antes que renegar de Cristo”.
Agometh
decreta la condena a muerte de todos los ochocientos prisioneros. A la mañana
siguiente estos son conducidos con sogas al cuello y con las manos atadas a la
espalda, a la colina de la Minerva, pocos cientos de metros fuera de la ciudad.
Sigue escribiendo De Marco:
“Repitieron todos la profesión de fe y
la generosa respuesta dada antes; por ello el tirano ordenó que se procediese a
la decapitación y, antes que a los otros, fuese cortada la cabeza al viejo
Primaldo, que le resultaba muy odioso, porque no dejaba de hacer de apóstol
entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca, afirmaba a
sus compañeros que veía el cielo abierto y los ángeles animando; que se
mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para recibirlos.
Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de pie: y a
pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil, hasta que
todos fueron decapitados. El prodigio evidentemente estrepitoso habría sido una
lección para la salvación de aquellos infieles, si no hubieran sido rebeldes a
la luz que ilumina a todo hombre que vive en el mundo. Un solo verdugo, de
nombre Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose en alta voz
cristiano, fue condenado a la pena del palo”.
Durante
el proceso para la beatificación de los ochocientos, en 1539, cuatro testigos
oculares refirieron el prodigio de Antonio Primaldo, que permaneció en pie
después de la decapitación, y la conversión y el martirio del verdugo. Así lo
cuenta uno de los cuatro, Francesco Cerra, que en 1539 tenía 72 años:
“Antonio Primaldo fue el primer
asesinado y sin cabeza estuvo firme en pie, ni todos los esfuerzos del enemigo
lo pudieron abatir, hasta que todos fueron asesinados. El verdugo, estupefacto
por el milagro, confesó que la fe católica era la verdadera, e insistió en
hacerse cristiano, y esta fue la causa por la que por orden del bajá fue
condenado a la muerte de palo”.