El sacerdote debe odiar el fariseísmo en todos sus grados; es el primer deber de su ministerio celar la pureza de la virtud de la religión, la primera entre las virtudes morales; y debe discernirlo en todos sus repliegues con los ojos penetrantes del saber y del odio. Así lo odió Cristo. Le costó la vida. Jesucristo parece haber tomado el fariseísmo como empresa de su vida, como empresa personal de su poderosa personalidad viva. Jesucristo bajó a evangelizar todos los pueblos de la tierra, él con sus discípulos; pero él personalmente se reservó el pueblo de Israel y dejó los demás a sus discípulos. Bajó a predicar toda la ley de Dios, él con sus discípulos; pero él personalmente se reservó la prédica del mandato: “Amor a Dios y al prójimo”, y dejó los demás a sus discípulos. Vino a luchar contra todos los vicios, maldades y pecados; pero él personalmente luchó contra el fariseísmo. Lo tomó por su cuenta. Ver los santos Evangelios.
Empezó a quebrantar el farisaico
Sábado, a olvidarse de las cuartas o quintas abluciones, a tratar con los
publicanos, perdonar a las prostitutas arrepentidas; a curar en día de fiesta,
a decir que escuchasen a los maestros legales pero no los imitasen, a
distinguir entre preceptos de Dios y preceptos de hombres de Dios, a poner la
misericordia y la justicia por encima de las ceremonias, aun de las ceremonias
del culto, y no del culto samaritano sino del verdadero; empezó a describir en
parábolas más hermosas que la aurora el hondo corazón vivo de la religiosidad,
del reino de Dios que está dentro de nosotros, y es espíritu, verdad, y vida.
Lo contradijeron, por supuesto;
lo denigraron, calumniaron, acusaron, tergiversaron, persiguieron, espiaron,
reprendieron. Y entonces el sereno recitador y magnífico poeta se irguió, y
vieron que era todo un hombre. Recusó las acusaciones, respondió a los
reproches, confundió a los sofisticantes con cinglantes réplicas. Y haciéndose
la polémica más viva cada vez, con unos enemigos que contra él lo podían todo,
se agigantó el joven Rabbí magníficamente hasta el cuerpo-a-cuerpo, la imprecación
y la fusta. Dos veces por lo menos, al principio y al fin de su heroica
campaña, hizo manifestación de violencia, no se detuvo ante las vías de hecho. “Hijos
de víbora”, “sepulcros blanqueados”, “raza adúltera”, y el fulgurante recitado
de las siete maldiciones (Mt., 23); “¡Ay a vos, escriba y fariseo hipócrita!”
repetidas con fuerza inconmensurable. “Vae vobis, hipocritae!” ¿Está eso en el
Evangelio canónico? ¡Está incluso en el Sermón de la Montaña, en el “dulce”, en
el “místico”, en el “poético” Sermón de la Montaña (como dicen los que no lo
han leído) aunque Tolstoi lo ignore y no acaben jamás de encontrarlo muchos
católicos “bien”! Son los siete arbotantes de piedra de las Ocho
Bienaventuranzas, el esqueleto férreo sin el cual el Cristianismo se vuelve
gelatinoso, y el león de Judá deviene una especie de molusco, de esos que como
las ostras y los pulpos pueden tomar todas las formas que quieran.
Si Cristo hubiese sido ostra, no
lo hubieran matado. Lo mataron por eso y nada más: lo mató el fariseísmo. Mas
Él parece haber seguido reservándose ese enemigo personalmente. Donde-quiera el
fariseísmo ha empezado a mellar su Iglesia, la historia muestra que ha habido
efusión de sangre y cosas divinalmente terribles. Mueren inocentes y culpados
—o se salvan a veces los más culpados, reservados quizá para la otra vuelta.
Murió Cristo y Jacobo Menor y Esteban; y perecieron después los triunfantes
fariseos a filo de espada romana. “Cabeza de Jacques de Molay en el Temple de
París, cenizas de Savonarola en el Ponte d’Arno, cuerpo de Juana de Arco en
Ruán, cárcel dura de San Juan de la Cruz y amenaza de muerte y veneno, vosotros
sabéis cuan diabólicamente dañino y duro es el fariseísmo. Las corrupciones del
espíritu son peores que las corrupciones de la carne”...
R. P. Leonardo Castellani, "Cristo y los Fariseos", Ediciones Jauja, Págs. 163-165.
R. P. Leonardo Castellani, "Cristo y los Fariseos", Ediciones Jauja, Págs. 163-165.