A propósito del “caso Bargalló”
EL SEGUNDO MANDAMIENTO
Por Antonio Caponnetto
30 de junio
de 2012
El obispo modernista Casaretto y el cardenal modernista Bergoglio, éste con la misma mitra que ostenta ahora como Sumo Pontífice.
“Dios no se deja burlar”
Gálatas, VI, 7
Tan
luego en el Día del Pontífice traían los medios una noticia que parece ser la
coronación del escándalo causado por Bargalló, el obispo traidor.
La
noticia aludida da cuenta de una misa concelebrada por Bergoglio y Casaretto en
la Catedral Nuestra Señora del Rosario, de la diócesis Merlo-Moreno, a cuyo
cargo supo estar el pastor infiel. Los concelebrantes osaron hacer el elogio de
sus quince años de gestión, el público rubricó lo dicho con vítores y aplausos
dirigidos al desertor ausente; y el Arzobispo de Buenos Aires —en uno de sus
habituales desmadres— se atrevió a sugerir y a encomiar el presunto carácter
martirial del renegado, diciendo de él que “trabajó para los pobres y esto le
valió la persecución” (cfr. “La Nación”, 29 de junio de 2012, pág. 19, y AICA,
29 de junio de 2012) *.
Así,
lo que debió ser una ceremonia de desconsagración del clérigo felón, se
convirtió en su homenaje, exhibiéndolo como víctima de quienes no habrían
compartido su compromiso social. Lo que debió ser el necesario, reparador y
legítimo vilipendio al mercenario, se trocó por una caracterización del mismo
cual un cordero al que las fuerzas del mal acosaron, pero que no obstante dejó
“a la Iglesia unida, humanitaria y misionera” (cfr. “La Nación”, ibidem).
El
descarriado llevaba por lo menos dos años de doble vida, cometiendo perjurio
contra el Orden Sagrado e incurriendo en una repugnante fayutería propia de los
fariseos. Pero para la ignominiosa dupla bergoglio-casarética es un detalle
obviable que no merece reprobación explícita.
Esto
se llama tomar en vano el nombre de Dios. Es un pecado mortal contra el Segundo
Mandamiento, y Santo Tomás de Aquino —analizándolo y explicándonoslo— recuerda
la vigente condena de Zacarías (XIII, 13): “No vivirás porque has mentido en el
nombre del Señor”.
Pero
la triste historia de Bargalló tiene capítulos previos igualmente lacerantes.
No hablamos de los remotos, como su nombramiento a instancias de Mejía —cuya
culposa inserción en la Iglesia Clandestina documentó oportunamente Carlos
Alberto Sacheri— ni de su corrupción sacerdotal en manos de quienes no
respondían a la Iglesia de Roma sino al Club de San Isidro; ni siquiera de
antecedentes aún más lejanos y profundos, como el agudo proceso de
desacralización desatado hace larguísimas décadas. Tampoco mentaremos ahora los
desaguisados innúmeros de carácter doctrinal y litúrgico, perpetrados bajo su
mandato episcopal.
Hablamos
escuetamente de lo sucedido las semanas anteriores. Bargalló mintió al decir
que desconocía lo que las fotos probaban. Mintió después al reconocer que las
fotos eran veraces, pero que no implicaban dolo pues la mancebía se consumaba
con una amiga de los años infantiles. Mintió al decir que estaba “totalmente comprometido con Dios y con la
Iglesia en la misión que me ha encomendado”, y que “siento profundamente mi
sacerdocio y la entrega al Señor Jesús” (AICA, Declaración del 19 de junio de
2012). Mintió con descaro, pública y ostensiblemente.
El obispo escandaloso, encomiado por el cardenal Bergoglio.
Esto
también se llama tomar en vano el nombre de Dios, porque “en ocasiones” —enseña
el Aquinate— “vano quiere decir falso, como en este texto del Salterio (XI,3):
‘Todos dijeron cosas vanas a su prójimo [...]. Quien así procede injuria a
Dios, a sí mismo y a todos los hombres” (Los Mandamientos comentados, II,
78-79).
Otro
capítulo previo habrá que recordar, y eso hacemos. Aceptada que le fuera la
renuncia se nombró Administrador Apostólico de la diócesis al precitado
Casaretto; esto es, a quien lo prohijó y cohonestó, amparándolo bajo su alero
eclesiástico repleto de lobos. Como quien reemplaza a Fidel Castro por Lenin y
a Judas por Caifás: así es la magnitud de esta burla.
Para
coronarla —ya sin ningún atisbo de temor de Dios y en el terreno mismo de la
blasfemia— la invitación oficial a la misa por los quince años de la diócesis
Merlo-Moreno, instaba a rezar y a agradecer a “nuestro hermano y padre Fernando
María que, durante todo este tiempo, ha demostrado la calidad de su vida y
corazón, para que Dios lo bendiga y fortalezca en esta nueva etapa que le toca
vivir” (AICA, 27 de junio de 2012). ¿Pero es que estamos hablando de una
despedida de soltero? ¿Pero es que el adulterio, el perjurio, la doblez y el
iscariotismo convierten a un pastor en modelo de corazón y de vida? ¿Acaso Dios
puede bendecir sin más —esto es sin castigos y enmiendas públicos— a quien se
hizo merecedor de las maldiciones lanzadas contra los fariseos? ¿Acaso “la
nueva etapa que le toca vivir” es tan auspiciosa como un ascenso jerárquico
conquistado a fuer de santidad y coherencia?
También
esto, claro, es tomar en vano el nombre de Dios, “porque algunas veces vano es
sinónimo de insensato [...]. Por tanto, los que emplean el nombre de Dios
insensatamente, como por ejemplo los blasfemos, toman el nombre de Dios en
vano. A estos se refiere la Escritura cuando dice: ‘Quien blasfemare el nombre
del Señor deberá morir ’(Lev. XXIV, 16)” (Santo Tomás de Aquino, Los
Mandamientos comentados, II, 83).
Algunos
amigos dicen que, en este caso, Roma estaba mirando para otro lado. Puede ser.
Pero es obligación de Roma mirar siempre a la Cruz, y si distrae o desconcentra
la vista, las consecuencias no serán benéficas. Otros atemperan la
responsabilidad vaticana aduciendo que la Santa Sede no puede estar
minuciosamente al tanto de cada prete al que nombran obispo. También puede ser,
lo concedemos. Pero además de que lo propio del buen pastor es conocer a cada
oveja por su nombre (San Juan, 10, 11), ya hace demasiado tiempo que vienen
resonando fuera de las fronteras domésticas las graves heterodoxias de
Bergoglio. Lo menos que se podría hacer —no digamos lo necesario que es la
categórica destitución y el castigo condigno— es estar doblemente vigilantes y
atentos a lo que sucede en estos pagos, alrededor de tan culposo mercenario, en
el sentido joánico del término.
Hace
muy poco tuvimos ocasión de adentrarnos en un valioso libro titulado Su
Santidad Benedicto XVI y el sacerdocio; notable recopilación de textos editada
por Aciprensa. Va de suyo que el modelo de sacerdote propuesto y exaltado por
el Santo Padre está en las antípodas de este curerío adúltero, mentiroso y
carnal del que Bargalló es apenas una patética muestra. Pero razón de más
entonces para extremar el cuidado. No;decididamente Roma no puede mirar para
otro lado.
Entiéndanlo
los fieles, porque el mundo jamás entendió nada. Los cuestionadores del
celibato que marchen a buscar ganancias a otro río revuelto. Porque el
revoltijo turbio de estas aguas no lo causa más la castidad que la herejía, ni
menos el progresismo que la continencia.
Lo
de Bargalló no es primero ni principalmente una imprudencia. Tampoco es primero
un pecado contra el sexto, el séptimo o el noveno mandamiento. Si robó los
fondos de Caritas que vaya a la cárcel, que devuelva con creces el dinero a los
pobres y se ocupen del caso “las sórdidas noticias policiales” de las que
hablaba Borges. Si fornicó con la mujer del prójimo, que lo confiesen, le den
una ducha fría y lo manden a prestar servicio a un leprosario. La Iglesia tiene
larga y penosa experiencia en pecados de alcoba, y si quisiera, no le faltaría
ciencia para remediar con justicia este nuevo episodio.
Pero
aquí estamos ante algo más tenebrosamente hondo, más crepuscular y sombrío, más
pasible de suscitarnos el proverbial temor y temblor. Algo cuya plena
intelección no se alcanza leyendo los periódicos sino el Apocalipsis. Aquí se
ha burlado a Dios. Se ha ultrajado el Segundo Mandamiento, se ha violado el
sacramento del Orden Sagrado, se ha dado escándalo, tal vez irreparable por
muchísimo tiempo. Se ha empantanado el alma adulterina del culpable y la de
quienes con complicidad lo homenajearon en
el irrespirable lodazal del sacrilegio.
Todo
esto, en su conjunto; huele más a pecado contra el espíritu que a pecado
carnal. Y al fin de cuentas, el que puede lo más puede lo menos. Si obispos de
esta laya pueden revolcarse gustosos en las oscuras defecciones morales,
doctrinales y litúrgicas propias de la Iglesia de Pérgamo y de Laodicea, ¿por
qué no habrían de vivir en concubinato con una gastronómica? Si se los ve
protagonistas de tantos rebajamientos y adulteraciones del Sacrificio
Eucarístico, ¿por qué habría de limitarlos un chapuzón lascivo en aguas
caribeñas? Si son maestros del error cuando celebran, predican y enseñan, sin
que la inteligencia les reproche nada, ¿por qué habrían de detenerse,
reverentes y dignos, ante los umbrales de la pureza?
Mientras
con dolor de bautizado escribimos estas líneas —rumiando la sexta petición del
Paternoster: no nos dejes caer en la tentación— se cumplen cuarenta años
exactos de aquella grave y solemne alocución de Paulo VI, declarando que el
demonio había penetrado en la Iglesia. Fue el 29 de junio de 1972. Así lo
recordó oportunamente el interesante sitio Secretum meum mihi, agregando que desde
entonces —y eso es lo peor— nadie dijo con igual solemnidad que había sido
expulsado.
No
estamos en condiciones de hacer un juicio global al respecto, ni es tampoco
nuestra competencia. Pero en lo que concierne a la patria argentina, hace apenas
dos años que escribimos La Iglesia
traicionada, dejando documentada constancia de que los demonios andan
sueltos y disfrutando de formales poderes y autoridades. El desquicio que
producen es literalmente infernal. Casos como el que ahora nos ocupa —y que,
reiteramos, no llevan únicamente el nombre de Bargalló— no hacen sino
confirmarlo.
Que
cuanto más ronde el diablo como león rugiente, más nos encuentre dispuestos a
resistirlo firmes en la Fe. Es el pedido viril de San Pedro, en su primera carta.
No se nos pide callar, ni disimular, ni mucho menos abrazarnos festivamente con
los servidores del Maligno. Se nos pide resistir, que es el acto mayor y más
sólido de la virtud de la fortaleza.
* NOTA SYLLABUS:
Del libro “Sobre
el Cielo y la Tierra”, Cardenal Jorge Mario Bergoglio y Rabino Abraham
Skorka:
Bergoglio: Lo peor que le puede pasar a un religioso es una
doble vida, sea rabino, cura o pastor. En una persona común, puede suceder que
tenga su hogar acá y su nidito allá y que no parezca tan condenable, pero en un
hombre religioso es absolutamente condenable. Juan Pablo II fue terminante en
eso, con el lío del Banco Ambrosiano ordenó que se pague todo.