LVII. 7. (...) En una crónica de la Historia
Tripartita se lee lo que sigue: en cierta ocasión el emperador
Teodosio, dejándose llevar de su indignación, sin hacer distinción entre
responsables e inocentes, mandó matar a casi cinco mil hombres de Tesalónica
porque algunos de ellos, durante una sedición, habían apedreado a los jueces de
la ciudad. Poco después de esto, estando el emperador de paso en Milán, quiso
entrar en la catedral, pero San Ambrosio salióle al encuentro y se lo impidió
diciéndole: "Emperador, ¿cómo es posible que te muestres tan enormemente
presuntuoso después de haberte dejado llevar de aquel furioso arrebato de ira?
¿Acaso la potestad imperial te ciega hasta el punto de no reconocer el pecado
que has cometido? Procura que la razón guíe tus actos de gobierno. Cierto que
eres príncipe; pero entiende bien esto: príncipe significa el primero, no el
amo. Eres, pues, no el amo de tus semejantes, sino el primero entre ellos, y,
si ellos son siervos, siervo también eres tú y el primero de los siervos. ¿Con
qué ojos miras el templo del Señor, que es Señor de todos y también Señor tuyo?
¿Cómo te atreves a pretender hollar con tus pies este santo pavimento? ¿Cómo
osarías tocar nada con esas manos que chorrean sangre y proclaman tu
injusticia? ¿Cómo puedes llevar tu audacia hasta el extremo de intentar tocar
con esa boca tuya que mandó criminalmente derramar tanta sangre, el cáliz de la
sangre santísima del Señor? ¡Anda! ¡Vete! ¡Aléjate de aquí! No se te ocurra
aumentar la perversidad de tu pecado anterior con un segundo pecado de
sacrilegio. Acepta esta humillación a la que hoy el Señor te somete, y
utilízala como medicina que pueda devolver la salud a tu alma". El
emperador obedeció a San Ambrosio, renunció a entrar en el templo, y gimiendo y
llorando regresó a su palacio; y fue tanta su pena y tan constantemente prolongado
su llanto, que Rufino, uno de sus generales, viéndole un día tras otro y
durante muchos tan afligido, preguntóle por qué estaba tan triste. Entonces el
emperador le contestó:
-Tú no puedes comprender lo mucho que sufro al ver
que las iglesias están abiertas a los siervos y a los mendigos, mientras que a
mí se me ha prohibido la entrada en ellas.
Como cada una de las anteriores palabras iban
acompañadas de suspiros y sollozos, Rufino le propuso:
-Señor, si quieres, iré a ver a Ambrosio y le
pediré que te levante la prohibición y te libre de este impedimento.
-Sería inútil -contestó Teodosio-; ni tú, ni todo
el poder imperial conseguirán apartar a ese hombre del cumplimiento de la ley
de Dios.
.............................................................
-Me presentaré ante él y aceptaré cuantos reproches
quiera hacerme, pues los merezco.
Seguidamente entró el emperador a ver al santo y le
suplicó que le levantase la censura que sobre él pesaba. San Ambrosio
nuevamente le intimó la prohibición de mancillar con su presencia la santidad
de los lugares sagrados, y luego le preguntó:
-¿Qué penitencia has hecho después de haber
cometido tan horrorosas iniquidades?
-Impónme las que quieras; yo las aceptaré
-respondió Teodosio.
Inmediatamente, el emperador, tratando de conmover
el corazón del santo, le recordó que también David había cometido adulterio y
homicidio; pero San Ambrosio le replicó:
-Si has imitado a David pecador imítale también en
el arrepentimiento y santidad posteriores.
Mostróse el emperador dispuesto a cumplir
humildemente la penitencia pública que el arzobispo tuviera a bien imponerle;
éste se la impuso; él la cumplió; y así pudo entrar en la iglesia. El primer
día que lo hizo tras de su reconciliación canónica, el emperador avanzó por la
nave, llegó hasta el presbiterio y ocupó uno de los sitiales que en el mismo
había. San Ambrosio se acercó entonces a él y le preguntó:
-¿Qué haces aquí?
-Esperar a que comience la misa para participar en
los sagrados misterios, -respondió Teodosio.
El santo le advirtió:
-Emperador, el presbiterio y toda esta parte del
templo aislada con verjas constituyen un lugar especialmente santo, reservado a
los sacerdotes; sal, pues, de este recinto y colócate en el sector destinado al
pueblo. La púrpura te ha convertido en emperador, pero no en presbítero; ni
siquiera en simple clérigo. Ante Dios eres uno más entre los fieles.
Teodosio obedeció inmediatamente, y tuvo en
adelante en cuenta esta advertencia, porque cuando regresó a Constantinopla, un
día, al asistir a los divinos oficios, se colocó entre la gente, fuera, por
tanto, del espacio acotado por las verjas interiores del templo. El obispo, en
cuanto lo vio, le invitó a que pasara adentro, pero él le respondió:
-Durante mucho tiempo he vivido sin advertir la
diferencia que existe entre un emperador y un sacerdote y sin conocer a un
verdadero maestro de la verdad; pero hace poco he conocido a uno digno de este
nombre, a un auténtico pontífice: a Ambrosio, el arzobispo de Milán.
Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada (c.1260),
Trad. de J.M. Macías, Alianza, 1982, Madrid, vol. 1, pp. 246-247.
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