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sábado, 22 de julio de 2017

LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE SAN IGNACIO SEGÚN EL PADRE CASTELLANI






LEONARDO CASTELLANI, La catarsis católica en los Ejer­cicios Espirituales de Ignacio de Loyola, Epheta, Buenos Ai­res, 1991, 119 págs.


"Libro difícil”, me apuntó ceñudo el. P. Ezcurra quien ciertamente hi­zo los deberes que yo no, con lo que acometo esta recensión considerablemente asustado. Pero, bueno, querría dar testimonio, nomás. Por­que después de leer y releer este trabajo erudito y profundo, caí en la cuenta de alguna que otra cosa que le debo a su autor. Permítase­me un inventario de almacén:

a) Un gusto muy particular por las Sagradas Escrituras.

b) Un doliente amor por la Ar­gentina.

c) Una gran libertad interior por amor a la Verdad.

d) Un ardiente deseo de que Cris­to Vuelva.

e) Una clara noticia de quiénes son y qué quieren los enemigos de la Iglesia.

f) Una aguda inteligencia de que los más temibles enemigos están dentro y no fuera de Iglesia.

g) Un creciente desprecio por cier­to “jesuitismo” y un amor siempre incrementado por San Ignacio de Loyola y sus mejores discípulos.

h) Una melancolía cruzada con una alegría inmensa por lo que fue, por lo que es, por lo que hubiere de ser.

i) Una comprensión cada vez ma­yor de lo que es el fariseísmo.

j) La convicción de que la mujer adúltera, la pecadora en lo de Si­món el Leproso, María de Betania y María Magdalena, son todas la misma mujer. Y es asunto impor­tante, si se quiere.

k) Una progresiva comprensión de lo que no es la santidad y de la santidad del P. Castellani.

l) Una de las (pocas) razones por las que persevero orgulloso de ser argentino.

m) Un deseo inmenso de estudiar, de aprender, de oír, de saber más.

n) Ocasión, motivo y causa de las mejores y más sustanciales matea­das que recuerde

o) Una tranquila mirada sobre el mundo moderno, sabiendo por qué no camina bien.

p) Una renovada admiración por la España de Teresa y por Teresa de España.

q) Un entusiasmo enorme por la literatura y una luz en la inteligen­cia que me deja ver su puesto en el cosmos. (Es una luz que baja al corazón. Muy raro, esto, muy raro).

r) Un siempre renovado respeto por los fumadores de pipa, por los pobres, por los inútiles, por los que “no hacen nada”, por los poetas, los fracasados y los locos.

s) Una alegre percepción de la ne­cesidad del buen humor.

t) Una profunda desconfianza de los solemnes (eruditos o no) que pululan por doquier (aún hoy).

u) La convicción de que la Políti­ca no es lo más importante. Pero sí que es allí donde se libran mu­chos combates.

v) Una intuición profunda e inde­cible acerca de la misión sacerdotal y sus implicancias (en forma de Cruz).

w) Un deseo inmenso de ir al Cie­lo para conocer al P. Castellani ba­jo la suave luz de Cristo.

x) Una carcajada siempre lista por si nos topamos con uno de esos prelados de espesos anteojos, meli­fluas voces y prudentísimas razones.

y) Uno cualquiera de sus libros a mano, siempre, para cualquier opor­tunidad.

z) Un recuerdo de por qué mi hijo mayor se llama Ignacio.

De éstas y otras cosas me di cuen­ta al leer este trabajo asombroso. No sólo por el despliegue de cono­cimientos, la profundidad del tema, la inteligencia en su desarrollo, el impecable estilo (que revela un fran­cés elegantísimo detrás de su desigual traducción)... no sólo eso. Nada, que él tenía entonces 35 años y yo ahora, 36. Y sé lo que me digo.

El “viejo” Castellani

Como que Castellani joven sigue siendo Castellani, gracias a Dios. Uno siempre termina preguntándo­se si el cura quería decir una can­tidad de cosas y resolvió “disfra­zarlas”, o si su amor a la verdad lo conduce siempre por los mismos caminos. Un poco de ambas cosas, me parece. En el caso de esta mo­nografía plena de erudición psiquiá­trica, nuestro A. aclara con encan­tadora sencillez: “yo deseaba decir en términos de psicología moderna mi experiencia de los Ejercicios” (pág. 109).


Como fuere. Castellani joven es­cribiendo en francés una tesis doc­toral bajo la severa mirada de sus examinadores de la Sorbonne, sigue siendo el cura que después conoci­mos. No duda en arrimar, en medio de consideraciones harto farragosas y de subido tono académico, apuntes de su diario en el que había anotado lo que los Ejercicios Espi­rituales le habían significado cuan­do mozo (pág. 59); divertidos apun­tes al pasar (‘...cuenta en su de­testable italiano González de Cáma­ra...” —pág. 12—); (San Ignacio) no es un charlatán de feria —pág. 86—); síntesis geniales, sencillamen­te expuestas (“pienso que si los Ejer­cicios Espirituales no existieran, -pa­recerían imposibles” —pág. 15—); una gran familiaridad con San Igna­cio (“cabeza dura y corazón tierno”, —pág. 26—); y una conclusión de niño que deja pasmado aún al más conocedor de Castellani y sus cosas:         (los Ejercicios Espirituales) eran simple reflexión. Reflexión de la buena —p. 112—).

Conversión “contagiosa”

Como introducción a su tesis, co­mienza por explicar qué cosas son los Ejercicios. Se encontrará en diez brillantes páginas su génesis, una semblanza de su autor, Ignacio de Loyola, y la tesis que se propo­ne demostrar acerca de la esencia de los Ejercicios: Fundamentalmen­te en la calidad de “contagiosa" (pág. 41) que tiene la conversión de Ignacio: “Estado de alma particular, y conducta personal, convertidas en un método universal y manejable” (pág. 16); “...algo así como un dra­ma ascético-místico, adaptado no a la escena, sino un plan, no para representar, sino para vivir” (pág. 55); “aventura interior reducida a su es­queleto psicológico y presentida (como) aplicable a todos" (pág. 58).

Esta tesis de Castellani merece reflexión, pues involucra una “enor­me paradoja: El hecho es éste: una experiencia religiosa concreta, una conversión ha sido como desindi­vidualizada y arquetipada, sin con­vertirse por eso ni en un rígido esqueleto ni en un fantasma abs­tracto” (págs. 14-15). “Mucho más que un psicólogo de la conversión, (Ignacio) es un converso contagio­so” (pág. 41).

A los efectos de estos apuntes, me detengo aquí, pero no sin antes dejar constancia de las implicancias profundas que tiene la tesis de nues­tro A.: brevemente dicho que —reunidas ciertas condiciones— la con­ducta del hombre bueno o santo no sería solamente “ejemplar” e “imi­table” a la distancia, sino que sería factible “actuar” lo mismo, lo bue­no, lo santo, desde una serie de "ejercicios”. Pero me apresuro a dejar el tema así para reflexión de mis mayores (como A. Caponnetto que ha estudiado seriamente la cuestión), no sin antes subrayar el carácter encendidamente anti-pelagiano de los argumentos del P. Cas­tellani. No viene mal aquí recordar que el propio Ignacio se convirtió a propósito de la lectura de un par de libros: De Ignacio leyendo vida de santos a Ignacio Santo... pues no hay tanto.

Acerca del voluntarismo jesuítico

Es más. Sentada la tesis prece­dente acerca del carácter “contagio­so” que tiene la conversión de Ig­nacio, nuestro A. se va a extender con énfasis en el carácter (¡sorpre­sa!) primordialmente intelectual de los Ejercicios, comenzando con “la famosa ‘indiferencia’, tan mal com­prendida a veces, que no es más que un juicio de valor” (pág. 66) puesto que “la indiferencia ignaciana es intelectual (‘judicium intellectus practici’)” —pág. 68—. Des­de luego, hay un ejercicio de acompañamiento del “entendimiento en­tendiendo” con la “voluntad afec­tando’, pero “lo que debe quedar en el alma son siempre verdades teológicas, prácticas o especulativas, después del filtrado del emoliente afectivo e imaginativo” (págs. 42- 43).

Tampoco es Ignacio de Loyola (¡tan luego!) un quietista (para es­to, véase por ejemplo su conmove­dor juramento en “La Tortuga”, uno de sus relatos en Camperas). El A. explica que los Ejercicios no corren peligro de hacerse "en el aire” (pág. 42) por su sesgo intelectual puesto que “la imaginación y la afectividad juegan ahí a veces un gran rol, pe­ro solamente para ayudar al espí­ritu a penetrar las verdades religio­sas y vivirlas” (pág. 42). Tanto es así que San Ignacio de Loyola es­pera un “tumulto afectivo" como in­fiere brillantemente Castellani de la Anotación 6 en la que el Santo aconseja al Director que, si advier­te que el ejercitante “no está de ninguna manera agitado por los diversos espíritus, debe interrogarlo cuidadosamente sobre los Ejercicios Espirituales, si los hace en los tiem­pos prescriptos y cómo...” (pág. 32).

Y ciertamente sabe que los Ejer­cicios no son “puro estudio" (pág. 45). Pero ha de prevenir en pági­nas brillantes contra toda variante voluntarista que pudiera desequili­brar las potencias afectivas del ejer­citante: “Yo diría modestamente que si San Pablo se convirtió y Ju­das se suicidó que renuncio a pre­ver las sorpresas que nos reserva la voluntad de los demás” (pág. 44). Es que, “se trata de rectificar el Fin Último de todas las acciones, punto focal de la voluntad que orienta todos los juicios de valor” (pág. 45). No más, como si dijéra­mos, ni menos. “No es suficiente querer... para convertirse religio­samente... la conversión no es la simple voluntad superficial (que constituye, normalmente, su punto de partida)... la conversión hecha en nosotros y por nosotros, nos so­brepasa, sin embargo, de alguna ma­nera. Es lo que Bergson llamaría ‘un acto libre’ ” (págs. 49-50).

Estas verdades fueron la médula de la espiritualidad   misma del P. Castellani tan enfáticamente dramatizada en “El Ruiseñor Fusilado”, crípticamente detallada en “El Libro de las Oraciones”, ardientemente defendida en sus cartas y llanamente explicitada en cien lugares: por ejemplo, cuando explica por qué escribe lo que no quiere: “Con mi voluntad, sí, por mi voluntad, no” (Vide 'El Apocalipsis de S. Juan, México, 1967 JUS SA, pág 71). No terminaré este párrafo sin escribir lo que quiero (con y por mi volun­tad): y es que adivino la sonrisa de más de uno al toparse con la ex­presión ‘ espiritualidad del P. Caste­llani”. No preocuparse: nadie lo va a canonizar. Por lo menos, no antes del “milenio”.




Es desde aquí que se ve clarito cómo entiende Teresa la Grande el papel de su “determinada determi­nación”, por ejemplo en la oración: es para ir y para estar, y aún, para quedarse. Pero para “rezar”, la vo­luntad no sirve de nada. En esto, como en todo, “es gran negación no traer arrastrada el alma, sino llevar­la con su suavidad para su mayor aprovechamiento” (Vida XI, 17).

¿Por qué “catarsis?

Castellani desarrolla una tesis bri­llante a partir de la coincidencia entre los sentimientos que encuen­tra en la raíz de toda religiosidad y los correlativos postulados de la mo­derna ciencia psiquiátrica, de una parte. De otra, encuentra que el mo­do de San Ignacio de acometer la “conversión” del ejercitante coincide con tales principios.

En apretada síntesis, el autor de­muestra que muchísimos autores de toda laya expresan en una variedad de términos y género literarios que la “afección primordial en la cons­titución del complejo religioso” —pág. 72— se enraíza en torno a una “vaga nostalgia, deseo o desa­sosiego” —pág. 74—, acompañada generalmente de una muy primitiva “emoción de insuficiencia e indi­gencia” —pág. 77—, que es anterior aún al temor. Apoya sus aseveracio­nes en textos de Santo Tomás, Psichari, Fenelon, William James, San­ta Teresa, San Agustín, Verlaine, Pascal, George Eliot, Thackeray, Dostoievski, y una larga lista de psi­cólogos y psiquiatras entre los que no falta el mismísimo Freud —pág. 73—.

Ahora bien, Castellani advierte con enorme perspicacia que todos los ejercicios de la Primera Semana van enderezados a poner de mani­fiesto estos sentimientos a través de una serie de ejercicios de contem­plación que siguen un esquema intelectual simplísimo: “1. Esto existe; 2. Volvámoslo presente-, y 3. ¿Y en­tonces? ¿Yo?” —pág. 104—, E insis­te permanentemente en el carácter primordialmente intelectual del ejer­cicio: “Con sus procedimientos ‘sen­soriales’ y su red de pequeñas pre­cauciones ‘mecánicas’, Loyola no busca otra cosa que hacer subir un grado a su discípulo en la escala del conocimiento” —p. 104—. Pues bien, los cuadros conceptuales deben ahondarse “por medio de la imagi­nación y del sentimiento” y así “de­volverles la vida que les había qui­tado por la abstracción” —pág. 105—.

Esto coincide con una necesidad de la psiquis humana que en lo más profundo del alma reclama una ca­tarsis: “Si el remordimiento es una función normal en el psiquismo, es evidente que todo lo que ayudare a su liquidación en el sentido de su propio movimiento funcional, será un buen elemento de equilibrio men­tal. Tal es la catarsis que encon­tramos en los Ejercicios Espiritua­les de Loyola” —pág. 84).

Allí se ve la tesis del Padre: A) En la raíz del hombre se halla un sentimiento de indigencia (no de terror, pág. 87). B) En la Primera Semana de los Ejercicios de San Ignacio se reactualiza dicho senti­miento —mediante un proceso pura­mente intelectual— (meditación de los Tres Pecados, de la Muerte, del Infierno). C) Porque no se puede eliminar este sentimiento, lisa y lla­namente (“el miedo formará parte de nuestra naturaleza tanto tiempo como el mal forme parte del univer­so” —pág. 88—), es que San Igna­cio va a “organizar el temor” —pág. 89—, para una catarsis que dispone a la “conversión” del ejercitante.

Es por demás interesante anotar que Castellani advierte una suerte de analogía de orden psicológico entre las verdades intelectuales que predican los místicos (“vía negationis” primero —pág. 90—), y los sentimientos que los Ejercicios suelen generar en el alma del ejerci­tante.

Aclaraciones necesarias

Desde luego, el paso por los sen­timientos de indigencia, de temor, de inquietud y desasosiego que se generan por virtud de una Primera Semana hecha con alguna aplicación por parte del ejercitante, reclama una “curación”: “Revisar las faltas es un quinto del examen periódico de Ignacio de Loyola; y un punto entre cinco de una de las cuatro meditaciones de una de las cuatro ‘semanas’; el resto se consagra a la operación" —pág. 81—.

Y no se trata de enredarse en la búsqueda de las causas “profundas, inconscientes, hasta el complejo de la niñez, y más lejos aún, si fuese necesario” —pág. 80— como lo pre­tende Freud y una legión de discí­pulos abocados al rastreo de causas últimas cuya formulación tienen mu­chas veces el aspecto de “ser más útiles a los psiquiatras para sus teo­rías, que a los enfermos para su salud” —pág. 81—.

No, Ignacio no se ha de meter en cosas de brujos, como lo hace la imprudente e insensata ciencia moder­na. Todo su cometido está en tra­tar de “ordenar la vida sin afecto alguno que desordenado sea”.

Para ello dispone el alma del ejer­citante a su conversión. Pero, cla­ro, el arma con la que cuenta no está en manos de ningún científico, por hábil que sea: la Confesión Sa­cramental, la Santa Misa, en defini­tiva la gracia que supone, sana y eleva a los cristianos que Cristo vino a salvar.

La enorme ventaja del Cristianis­mo sobre la Ciencia Moderna está en que reconoce sus límites y sabe que el Salvador vino a redimir a los pecadores (a los débiles, a los miserables, a los caídos). Todo lo que hace falta es disponerse para ello. Y una de las mejores mane­ras del mundo es hacer Ejercicios Espirituales a la manera de San Ignacio de Loyola.

Con esta esperanza, puede uno “déscéndre en soi méme qui est la plus grande terreure de l’homme" como decía Bernanos. Porque la confesión, por ejemplo, “pone una barrera cierta al indefinido replie­gue sobre sí mismo y sobre sus ac­tos pasados; es una liquidación psí­quica” —pág. 81—. Como lo aclara Castellani una y otra vez “la es­tructura de la meditación está orien­tada hacia lo alto y hacia afuera y el repliegue sobre sí mismo no es más que un episodio” —pág. 82—. Es Claudel quien lo formula inmejorablemente: “La verdadera máxima cristiana...no es ‘¡Conó­cete a ti mismo sino ' Olvídate de ti mismo!’ ” —p. 81—.

Castellani profeta

A medida que pasa el tiempo, Cas­tellani crece. Un poco como el Gardel de nuestros teólogos, caca día tiene más razón. No sólo en lo que se refiere a la verdad intrínseca de sus escritos, sino, y más aún, lo que importa. El cura nunca se tomó en serio al marxismo (y menos aún sus variantes pseudocatólicas). Y tema razón. Temía al liberalismo y al Nuevo Orden Mundial. Y temía las variantes mundanas del catolicis­mo burgués y “mamonesco” que re­gía y rige buena parte de la jerarquía eclesiástica. Y tenía razón. Se puede repetir aquello escrito a pro­pósito de la Pasión: “Hoy la esce­na ha cambiado demasiado poco. Paganos, pecadores y Doctores de la Ley”.

Y todos esos temas que tanto le preocupan, el veneno psicologista, la cuestión del milenarismo, el fari­seísmo en la Iglesia, la falta de una concepción clásica de la cultu­ra, el carácter dañino de cierta con­trarreforma, su amor por los judíos (y esa la pruebo a quien me lo quie­ra disputar), amor por la Verdad, su proverbial pobreza, su libertad interior... su santidad y sabiduría hicieron de él un profeta: malas noticias para muchos, pero también la encamación de una alegría profunda que todo lo supera (y que da grande ánimo a sus atribulados dis­cípulos).

Y releyendo a este Castellani de 35 años, se ve con claridad por qué había de sufrir tanto en los años subsiguientes. Es que hoy la escena ha cambiado demasiado poco: paganos, pecadores, Doctores de la Ley y un pobre Cristo a merced de to­dos ellos.

Con todo eso, se comprende que los enemigos de Castellani pensaban como sus antecesores:

"Si lo dejamos seguir, todo el mundo ve a creer en Él” (Ioh. XI. 48)


Sebastián Randle – Revista Gladius n° 22, 25 de diciembre de 1991.