domingo, 8 de junio de 2014

SANTO DIA DE PENTECOSTES - LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO




Dom Prosper Guéranger – El año litúrgico

El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. “El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido". Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resu­rrección de Cristo; le va a ser impuesto su últi­mo carácter, y por él vamos a recibir “la pleni­tud de Dios”
PENTECOSTÉS JUDÍA. — En el reino de las figu­ras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagé­simo día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete se­manas fue aquel en que quedó sellada la alian­za entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día cin­cuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemo­ración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pas­cua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS CRISTIANA. — Pero ¡qué diferen­cia entre las dos fiestas de Pentecostés! La pri­mera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una ley graba­da en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldi­ción, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gra­cias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!”. Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel.
En este momento en que el recogimiento reina en el Cenáculo. Jerusalén está llena de peregrinos, llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño agita a estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha ido a establecer sus sinagogas. Asia, África, Roma incluso, suministran todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo móvil que ha de dispersarse dentro de pocos días, y a quienes ha traído a Jerusalén sólo el deseo de cumplir la ley, representa, por la diversidad de idiomas, la confusión de Babel; pero los que le componen están menos influenciados de orgullo y de prejuicios que los habitantes de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni rechazado como estos últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que daban testimonio de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros Judíos para pedir que el Justo sea crucificado, fue porque fueron arrastrados por el ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.
EL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO. — Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas, concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente: así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los tiempos, la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de asistirla y mantenerla y de salvar y santificar las almas.
De repente se oye un viento violento que venía del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está puesto en la montaña de Sión una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros; dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: “Es un viento que sopla donde quiere y vosotros escuchéis resonar su voz”; poder invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En adelante este viento recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede sustraerse a su dominio.
LAS LENGUAS DE FUEGO. — Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente absorta en el éxtasis de la espera conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, “que arde sin quemar, que luce sin consumir"; unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros. La Iglesia ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.
Pero admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se mostró en el Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues, que el mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las adopta; y su palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban estarán unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia católica, universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había dicho: ‘Id, enseñad a todas las naciones.” El Espíritu trae del cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y de los hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido en los hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a otros hasta el fin de los siglos.
DON DE LENGUAS. —- Sin embargo de eso, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión. Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido el don de entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este mismo instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de la tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de idioma.


¡Cuán hermosa apareces, Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la acción divina del Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero tú no cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos, porque no te verás limitada a los confines de una sola nación, sino que habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar una misma fe en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los siglos y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín, hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: "La Iglesia, extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro. Si, pues, formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros también podéis consideraros como participantes en este don”. Durante los siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad, hizo aún más: llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había conquistado. La lengua latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado. A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y aun los negocios de los particulares: nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente. La herejía del siglo xvi emancipó a las naciones de este bien como de tantos otros. Europa, dividida durante largo tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él hace el Espíritu de Dios.
MARÍA EN EL CENÁCULO. — Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, "la llena de gracia”. Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en ella la presencia del Verbo encarnado durante los nueve meses que le llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los planes eternos de Dios.
Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera “Madre de los vivientes”, un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primarlo de los favores del Espíritu Santo.
Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. “El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo”; el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: “Mujer, he ahí a tu Hijo”; ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
LOS APÓSTOLES. — Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que un ardor divino les arrebata y que dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece clara a su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había mandado.
LOS DISCÍPULOS. — En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
LOS JUDÍOS. — La turba de los Judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente les obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel. Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno les oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud. Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su Justicia., para separar a las naciones. He aquí los mensajeros de Cristo; están dispuestos para ir a predicar el evangelio por todo el mundo.
Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: “Estos hombres, dicen, se han saturado de vino”. Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar a las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud le vea y le escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escuchemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la nueva ley.
El DISCURSO DE PEDRO. — “Varones judíos, exclamó, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta Joél: “Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán”. Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de El: "Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro”. David no hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”.
Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en este gran día las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el prodigio Inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.
LAS PRIMERAS CONVERSIONES. — El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?” ¡Admirable disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: “Haced penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa y también a los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor.”
Con cada una de las palabras del nuevo Moisés se va borrando el antiguo Pentecostés, y el Pentecostés cristiano brilla cada vez con una luz más espléndida. El reino del Espíritu Santo se ha inaugurado en Jerusalén ante el templo que está condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el último llamamiento a la salvación: “Salvaos, hijos de Israel, salvaos de esta generación perversa.”
En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina adopción. ¡Oh Iglesia del Dios vivo, qué hermosos son tus progresos con el soplo del Espíritu divino! En primer lugar has residido en la inmaculada Virgen María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo paso te dota de ciento veinte discípulos, y he aquí que en el tercero son tres mil los elegidos, nuestros padres en la fe, abandonarán pronto Jerusalén, que, cuando vayan a sus países, serán las primicias del nuevo pueblo. Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas. Salve, oh Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo.
¡Oh Pentecostés, día sagrado de nuestro nacimiento, tú abres con gloria la serie de siglos que recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos comunicas el Espíritu de Dios que viene a escribir la ley que regirá a los discípulos de Jesús, no sobre la piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh Pentecostés promulgado en Jerusalén!, pero qué pronto extenderás tus beneficios a los pueblos de la gentilidad, tú vienes a cumplir las esperanzas que despertó en nosotros el misterio de Epifanía. Los magos venían de Oriente y nosotros les seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero sabíamos que también llegaría nuestro día. Tu gracia, Espíritu Santo, los había empujado hacia Belén; pero en este Pentecostés que proclama tu imperio con tanta energía, tú nos llamas a todos; la estrella se ha transformado en lenguas de fuego y la faz de la tierra se renovará. Haz que nuestro corazón conserve los dones que nos has traído, estos dones que nos han destinado el Padre y el Hijo que te enviaron.
El MISTERIO DE PENTECOSTÉS. — No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo: en Pentecostés el Espíritu Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario. Por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.
Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las divinas personas no es más que la consecuencia y manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de la divinidad. Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque éste le engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque éste procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo encarnado en la diestra de Dios; además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra.
No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y el corazón de los fieles siguiesen al divino ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras “el don de Dios”; éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sicar: “Si conocieses el don Dios”. Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones parciales. A partir de este momento una inundación de fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que aceptarle y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de San Pedro.
Considerad en que época del año viene el Espíritu Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto cómo el Sol de justicia se levantaba tímidamente de entre las tinieblas del solsticio de invierno para llegar lentamente a su cénit. En un sublime contraste, el Espíritu del Padre y del Hijo busca otras armonías. Es fuego y fuego que consume; por eso aparece en el mundo cuando el sol brilla con todo su esplendor, cuando este astro contempla cubierta de flores y de frutos a la tierra que acaricia con sus rayos.
Acojamos el calor vivificante del Espíritu de Dios y pidámosle que su calor no se extinga en nosotros. En este momento del Año Litúrgico estamos en plena posesión de la verdad por el Verbo encarnado: procuremos conservar fielmente el amor que nos trae el Espíritu Santo.
LITURGIA DE PENTECOSTÉS. — Fundado sobre un pasado de cuatro mil años de figuras, el Pentecostés cristiano, el verdadero Pentecostés, es una de las fiestas que fundaron los mismos Apóstoles. Hemos visto cómo en la antigüedad, al igual de la Pascua, tenía el honor de conducir los catecúmenos a las fuentes bautismales. Su octava, como la de Pascua, no pasa del sábado por la misma razón. El bautismo se administraba en la noche del sábado al domingo, y para los neófitos comenzaba esta fiesta con la ceremonia del bautismo. Como los que eran bautizados en Pascua vestían túnicas blancas y las deponían el sábado siguiente, que se consideraba como el día octavo.
En la Edad Media se dio a la fiesta de Pentecostés el nombre de Pascua de las rosas; ya hemos visto cómo se puso el nombre de Domingo de las rosas a la dominica infraoctava de la Ascensión.
El color rojo de la rosa y su perfume recordaban a nuestros padres las lenguas de fuego que descendieron en el Cenáculo sobre los ciento veinte discípulos, como los pétalos deshojados de la rosa divina que derramaba el amor y la plenitud de la gracia sobre la Iglesia naciente.
Esto es lo que nos recuerda la Liturgia al escoger el color rojo durante toda su octava. Durando de Mende, en su Racional tan precioso para conocer los usos litúrgicos de aquel tiempo, nos dice que durante el siglo XIII en nuestras iglesias se soltaban algunas palomas durante la misa, las cuales revoloteaban sobre los fieles en recuerdo de la primera manifestación del Espíritu Santo en el Jordán, y además se arrojaban desde la bóveda estopa encendida y rosas en recuerdo de su segunda manifestación en el Cenáculo.
En Roma, la estación tenía lugar en la Basílica de San Pedro. Justo era que la Iglesia honrase al príncipe de los apóstoles, cuya elocuencia trajo a la Iglesia tres mil discípulos.
TERCIA
La Iglesia celebra hoy Tercia con solemnidad especial, con el fin de ponernos en comunicación más íntima con los dichosos habitantes del Cenáculo. Incluso escogió esta hora para celebrar durante ella el santo sacrificio, al cual preside el Espíritu Santo con todo el poder de su operación. Esta hora, que corresponde a las nueve de la mañana según nuestro modo de contar, se caracteriza, además, por una invocación al Espíritu Santo formulada en el Himno de San Ambrosio ; pero hoy no es el Himno ordinario el que dirige la Iglesia al Paráclito. Es el cántico Veni Creator que nos ha legado el siglo IX y que compuso, según la tradición, el mismo Carlomagno.
El pensamiento de enriquecer el oficio de Tercia en el día de Pentecostés pertenece a San Hugo, abad de Cluny, que vivió en el siglo XI; práctica que incluso la Iglesia romana la ha aceptado en su Liturgia. De aquí viene que, aun en las iglesias en las cuales no se celebra el oficio canónico, se canta al menos el Veni Creator antes de la misa de Pentecostés.
En esta hora tan solemne se recoge el pueblo fiel entre los acordes inspirados de este himno tan tierno al mismo tiempo que impresionante; adora y clama al Espíritu de Dios. En este momento, se cierne sobre todos los templos cristianos y desciende sobre el corazón de aquellos que le esperan con fervor. Digámosle que necesitamos de su presencia, y pidámosle que permanezca en nuestro corazón para no alejarse jamás de él. Mostrémosle nuestra alma sellada con su carácter indeleble en el Bautismo y Confirmación; roguémosle que cuide de su obra. Somos suyos. Dígnese El hacer en nosotros lo que le pedimos, pero que nuestros labios lo digan con sinceridad, y acordémonos que para recibir y conservar el Espíritu de Dios hay que renunciar al mundo, porque Jesús ha dicho: “No podéis servir a dos señores"
MISA
Ha llegado el momento de celebrar el santo Sacrificio. La Iglesia, llena del Espíritu Santo, va a pagar el tributo de su agradecimiento, ofreciendo la víctima que nos ha merecido tal don por su inmolación. El introito resuena con un esplendor y una melodía sin par. Raras veces se eleva el canto gregoriano a tal entusiasmo. Las palabras contienen un oráculo del libro de la Sabiduría que se cumple hoy en nosotros. Es el Espíritu que se derrama sobre la tierra y que da a los Apóstoles el don de lenguas como prenda inequívoca de su presencia.