domingo, 21 de abril de 2013

FARISEÍSMO




El sacerdote debe odiar el fariseísmo en todos sus grados; es el primer deber de su ministerio celar la pureza de la virtud de la religión, la primera entre las virtudes morales; y debe discernirlo en todos sus re­pliegues con los ojos penetrantes del saber y del odio. Así lo odió Cristo. Le costó la vida. Jesucristo parece haber tomado el fariseísmo como empresa de su vida, como empresa personal de su poderosa personalidad viva. Jesucristo bajó a evangelizar todos los pueblos de la tierra, él con sus discípulos; pero él personalmente se reservó el pueblo de Israel y dejó los demás a sus discípulos. Bajó a predicar toda la ley de Dios, él con sus discípulos; pero él personalmente se reservó la prédica del mandato: “Amor a Dios y al prójimo”, y dejó los demás a sus discípulos. Vino a luchar contra todos los vicios, maldades y pecados; pero él personal­mente luchó contra el fariseísmo. Lo tomó por su cuenta. Ver los santos Evangelios.
Empezó a quebrantar el farisaico Sábado, a olvidarse de las cuartas o quintas abluciones, a tratar con los publicanos, perdonar a las prostitutas arrepentidas; a curar en día de fiesta, a decir que escuchasen a los maestros legales pero no los imitasen, a distinguir en­tre preceptos de Dios y preceptos de hombres de Dios, a poner la misericordia y la justicia por encima de las ceremonias, aun de las ceremonias del culto, y no del culto samaritano sino del verdadero; empezó a descri­bir en parábolas más hermosas que la aurora el hondo corazón vivo de la religiosidad, del reino de Dios que está dentro de nosotros, y es espíritu, verdad, y vida.
Lo contradijeron, por supuesto; lo denigraron, calum­niaron, acusaron, tergiversaron, persiguieron, espiaron, reprendieron. Y entonces el sereno recitador y magnífi­co poeta se irguió, y vieron que era todo un hombre. Recusó las acusaciones, respondió a los reproches, con­fundió a los sofisticantes con cinglantes réplicas. Y ha­ciéndose la polémica más viva cada vez, con unos enemi­gos que contra él lo podían todo, se agigantó el joven Rabbí magníficamente hasta el cuerpo-a-cuerpo, la im­precación y la fusta. Dos veces por lo menos, al princi­pio y al fin de su heroica campaña, hizo manifestación de violencia, no se detuvo ante las vías de hecho. “Hi­jos de víbora”, “sepulcros blanqueados”, “raza adúlte­ra”, y el fulgurante recitado de las siete maldiciones (Mt., 23); “¡Ay a vos, escriba y fariseo hipócrita!” repeti­das con fuerza inconmensurable. “Vae vobis, hipocritae!” ¿Está eso en el Evangelio canónico? ¡Está incluso en el Sermón de la Montaña, en el “dulce”, en el “místico”, en el “poético” Sermón de la Montaña (como dicen los que no lo han leído) aunque Tolstoi lo ignore y no acaben jamás de encontrarlo muchos católicos “bien”! Son los siete arbotantes de piedra de las Ocho Bienaventuranzas, el esqueleto férreo sin el cual el Cristianismo se vuelve gelatinoso, y el león de Judá deviene una especie de molusco, de esos que como las ostras y los pulpos pue­den tomar todas las formas que quieran.
Si Cristo hubiese sido ostra, no lo hubieran matado. Lo mataron por eso y nada más: lo mató el fariseísmo. Mas Él parece haber seguido reservándose ese enemigo personalmente. Donde-quiera el fariseísmo ha empeza­do a mellar su Iglesia, la historia muestra que ha habi­do efusión de sangre y cosas divinalmente terribles. Mueren inocentes y culpados —o se salvan a veces los más culpados, reservados quizá para la otra vuelta. Murió Cristo y Jacobo Menor y Esteban; y perecieron después los triunfantes fariseos a filo de espada roma­na. “Cabeza de Jacques de Molay en el Temple de París, cenizas de Savonarola en el Ponte d’Arno, cuerpo de Juana de Arco en Ruán, cárcel dura de San Juan de la Cruz y amenaza de muerte y veneno, vosotros sabéis cuan diabólicamente dañino y duro es el fariseísmo. Las corrupciones del espíritu son peores que las corrupciones de la carne”...

R. P. Leonardo Castellani, "Cristo y los Fariseos", Ediciones Jauja, Págs. 163-165.